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El amor de Dios sana matrimonios rotos Oración por los matrimonios

Hay matrimonios donde no hay verdadero compromiso, pero el amor de Dios sana matrimonios rotos. Reza la oración por los matrimonios

El amor de Dios sana matrimonios rotos y heridos a causas de las heridas de los esposos; pero la restauración de un matrimonio es un asunto mucho más complejo de lo que pueda tratarse de un simple artículo. Muy probablemente, hay años de dolor detrás de cada palabra dicha de forma cruel, y muy posiblemente toda una vida llena de falta de tolerancia en las diferencias de la personalidad y detrás de cada malentendido.

El matrimonio se trata de incorporar todos los aspectos de la vida de dos personas de una manera sólida y armónica, convertirse en una sola carne y ser unificados en el amor y en las metas para un futuro juntos.

Esto requiere de mucho compromiso, comunicación, respeto, solidaridad y servicio para el otro y cuando alguno de estos elementos faltan, el matrimonio poco a poco comienza a sufrir de resquebrajaduras que, si no se tratan a tiempo, en algún momento podrán llegar a convertirse en una tormenta para la relación.

El matrimonio fue creado por Dios, y Él puede restaurarlo, y puede hacerlo a través de otras personas, sea a través de un consejero espiritual o por la ayuda de los testimonios de familias sólidas. Como sea, hay que dejarse ayudar.

El amor de Dios sana matrimonios rotos

Hoy en mi oración, quiero recordar a tantos matrimonios rotos, heridos, destrozados, infelices, por no amarse, respetarse, escucharse, por no compartir, por no saber ser ese pedestal el uno para el otro.

Esta oración va por esos matrimonios en donde no hay verdadero compromiso, en donde hay una falsa libertad que perjudica el alma y crea distancias.

El Señor quiere para nosotros fidelidad en el matrimonio, respeto, escucha, unión, amor, lealtad, servicio y compasión.

El amor de Dios sana matrimonios rotos, Él quiere abrir los ojos de nuestro corazón para que aprendamos a vivir sin egoísmos, sabiendo apreciar y contentarnos con las cosas que tenemos y las personas que nos aman.

En el mundo actual, vivimos con demasiados apegos a muchas cosas que nos apartan de la verdadera felicidad, que nos invitan a una vida llena de cosas superficiales y vacías, para después seguir viviendo solos y tristes, haciendo que perdamos la confianza en Dios.

Oración por los matrimonios

Señor, confío plenamente en tu amor y tu misericordia. A través de tu palabra me siento amado, perdonado, sanado y liberado. Estoy dispuesto a seguir abriendo mi corazón para que en él manifiestes todas las gracias que tienes preparadas para mí.

Hoy, te suplico que me des la fuerza para saber enfrentar y luchar contra todas mis tentaciones.

Abre también mi mente, quiero tener ideas claras en mi cabeza que den como resultado obras y acciones en pro de mi familia, mi matrimonio y mis hijos.

Sigue mostrándome caminos de solución y conciliación, que, con mucho gozo, sabiéndome acompañado por Ti, quiero recorrerlos porque sé que allí encontraré las formas de crecer en santidad, fortaleciendo mi espíritu y llenar mi matrimonio y hogar de felicidad y bendiciones.

Gracias Señor mío, porque estás allí escuchando mi oración.

Ven a mi vida en este día, pido tu fuerza, tu luz, tu guía, sé que nada hay imposible para Ti. Quiero pedirte una fe cada vez más firme, que no me deje vencer cuando aparezcan las pruebas en la vida, las diferencias con mi cónyuge, la falta de entendimiento con mi familia.

Restaura toda herida que hayan podido dejar palabras hirientes y acciones impulsivas y faltas de amor. Sana nuestra relación y llévala hacia la bondad infinita de tu dulce amor.

Dame un amor capaz de comprender que la vida comienza todos los días y que solo Tú tienes la última palabra. Hazme honesto y honrado para cumplir con mis compromisos nupciales, acorde con tu perfecto plan de amor.

Dame además la valentía para enfrentar los problemas y dificultades y la humildad para saber reconocer mis errores y estar dispuesto a crecer en el camino del amor verdadero.

Que yo pueda ser luz para mi cónyuge, fortaleza para su espíritu y apoyo en todo momento. Aliméntame con la abundancia de tu Palabra y que pueda yo siempre buscar, en el servicio y la caridad, el bienestar de mi pareja y de mi matrimonio.

Señor, llénanos de tu amor, toca nuestros corazones, restaura los hogares que hoy están separados. Sana nuestras heridas con tu amor. Amén

RECIPROCIDAD

 Recibir lo que el otro quiera darme y disfrutar de ello.

Sino esperamos nada del otro, la gratitud y la satisfacción serán máximas.

La reciprocidad es un acto de libertad que corresponde a cada persona decidir que quiere dar, cuando y como.

Solo desde el respeto hacia las decisiones del otro, podremos disfrutar plenamente de los beneficios de la reciprocidad.

Los beneficios son un bien que se hace o se recibe, se apoyan mutuamente uno en el otro y se protegen mutuamente.

La correspondencia en la pareja es: Atención, escucha, cuidado, estas actitudes promueven una relación de pareja favorable y fundada en el respeto compartido.

Compensar a la otra persona del mal que se le haya hecho, con palabras y con gestos, pidiéndose perdón los dos y compensarse con amor, por ese momento amargo que han vivido los dos.

La armonía conyugal se logra cuando la pareja al vivir el amor, se supera a sí misma y armoniza sus cualidades en una unión solida profunda, pensar en el otro, más que en sí mismo.

Cuando esto ocurre, cada uno se enriquece con las cualidades del otro. Se da entonces una especie de "transfusión de dones" entre ambos.

Para llegar a todo esto, es necesario que la pareja llegue a la unidad.

La diferencia en la pareja es que tienen cualidades diferentes, como la comunicación, compromiso y afinidad, la afinidad es compartir aficiones y gustos semejantes es un valor muy efectivo.

Dejar que nuestra pareja nos enseñe. Y enseñarle sus inquietudes, sus gustos y placeres.

Son los pilares que asentaran una relación eficiente y verdadera, con la que encontrar esa deseada estabilidad.

Porque muchas veces la diferencia es falta de acuerdo, falta de ideas en la pareja y se llega a la discusión.

Las discusiones desgastan a la pareja, hasta que llega al aburrimiento e incluso a tenerle miedo al otro y las discusiones que se producen entre ambos.

Cuando la pareja después de la discusión, ya no se hablan durante un tiempo, y muchas veces es por falta de perdón y la relación se enfría.

Los reproches, el intentar siempre llevar la razón, las disputas exageradas y el no saber llegar a acuerdos.

Superando las falsedades, la inmadurez, la mentira, la infidelidad y que nadie los divida por mentiras, odios y peleas.

Después de haber discutido la pareja, viene el intercambio de la comunicación, poniendo de manifiesto un indicio de algo o de su gesto que demostraba tristeza, por todo lo que se habían dicho, uno se dirige al otro y a su vez se piden perdón, lo recibe este y le da sin medida a su pareja, aceptando sus disculpas, acercándose otra vez a su pareja, diciéndose palabras de amor que sanen su corazón. 

UN CORAZON GRANDE

 Además del círculo pequeño que conforman los cónyuges y sus hijos, está la familia grande que no puede ser ignorada.

Esta familia grande debería integrar con mucho amor a las madres adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres solas que deben llevar adelante la educación de sus hijos, a las personas con alguna discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que luchan contra una adicción, a los solteros, separados o viudos que sufren la soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de sus hijos, y en su seno tienen cabida «incluso los más desastrosos en las conductas de su vida»

Finalmente, no se puede olvidar que en esta familia grande están también el suegro, la suegra y todos los parientes del cónyuge. Una delicadeza propia del amor consiste en evitar verlos como competidores, como seres peligrosos, como invasores. La unión conyugal reclama respetar sus tradiciones y costumbres, tratar de comprender su lenguaje, contener las críticas, cuidarlos e integrarlos de alguna manera en el propio corazón, aun cuando haya que preservar la legítima autonomía y la intimidad de la pareja. Estas actitudes son también un modo exquisito de expresar la generosidad de la entrega amorosa al propio cónyuge.

LA SIMPLICIDAD EN LA PAREJA 

La simplicidad en la pareja es sencillez del corazón, porque todo se explica mejor, en su vocación, obediencia y en sus compromisos (Mt 22.16) y (Lc 1. 46-51).

En la pareja con esa simplicidad, la vida, el sufrimiento, la dificultad, todo esto se sobrelleva mejor y todo se sana mejor: heridas de la mente, del corazón y de los sentimientos (Filipenses 4, 4-10).

La pareja que es cordial es amable y sincera.

La honradez entre los dos, es decirse la verdad, ser entre ellos decentes, razonar entre ellos dos justamente y actuar de acuerdo como piensa y siente cada uno (Hb 13. 18-19).

EL ORGULLO

El orgullo en una persona, es creerse superior a los demás, mirando a las personas por encima de su hombro, es actitud de arrogante (Sal 131(130), tratando y despreciando a la otra persona con su comportamiento de soberbia, de ser estimado por otros que esté a su nivel, porque los que no están a su nivel de pensar y de ser como esa persona, los trata con desprecio y los mira mal (Lc 1,15).

La persona orgullosa también puede presumir de presunción y se alardea de sí misma de sus propias cualidades ( Filipenses 2, 6-11).

TÚ Y TU ESPOSA

Atravesemos entonces el umbral de esta casa serena, con su familia sentada en torno a la mesa festiva. En el centro encontramos la pareja del padre y de la madre con toda su historia de amor. En ellos se realiza aquel designio primordial que Cristo mismo evoca con intensidad: « ¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó hombre y mujer?» (Mt 19,4). Y se retoma el mandato del Génesis: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (2,24).

Los dos grandiosos primeros capítulos del Génesis nos ofrecen la representación de la pareja humana en su realidad fundamental. En ese texto inicial de la Biblia brillan algunas afirmaciones decisivas. La primera, citada sintéticamente por Jesús, declara: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1,27). Sorprendentemente, la «imagen de Dios» tiene como paralelo explicativo precisamente a la pareja «hombre y mujer». ¿Significa esto que Dios mismo es sexuado o que con él hay una compañera divina, como creían algunas religiones antiguas? Obviamente no, porque sabemos con cuánta claridad la Biblia rechazó como idolátricas estas creencias difundidas entre los cananeos de la Tierra Santa. Se preserva la trascendencia de Dios, pero, puesto que es al mismo tiempo el Creador, la fecundidad de la pareja humana es «imagen» viva y eficaz, signo visible del acto creador.

Nos iluminan las palabras de san Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo». La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina. Este aspecto trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la teología paulina cuando el Apóstol la relaciona con el «misterio» de la unión entre Cristo y la Iglesia (Ef. 5,21-33).

Pero Jesús, en su reflexión sobre el matrimonio, nos remite a otra página del Génesis, el capítulo 2, donde aparece un admirable retrato de la pareja con detalles luminosos. Elijamos sólo dos. El primero es la inquietud del varón que busca «una ayuda recíproca» (vv. 18.20), capaz de resolver esa soledad que le perturba y que no es aplacada por la cercanía de los animales y de todo lo creado. La expresión original hebrea nos remite a una relación directa, casi «frontal» -los ojos en los ojos- en un diálogo también tácito, porque en el amor los silencios suelen ser más elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro, con un «tú» que refleja el amor divino y es «el comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a él y una columna de apoyo» (Si 36,24), como dice un sabio bíblico. O bien, como exclamará la mujer del Cantar de los Cantares en una estupenda profesión de amor y de donación en la reciprocidad: «Mi amado es mío y yo suya". Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (2,16; 6,3).

SOBERBIA

Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a san Gregorio Magno. Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

Por último, en este combate hay que hacer frente a lo que es sentido como fracasos en la oración: desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos "muchos bienes" (Mc 10, 22), decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, difícil aceptación de la gratuidad de la oración, etc. La conclusión es siempre la misma: ¿Para qué orar? Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos.

La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

EL DESAFÍO DE LAS CRISIS

La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial. De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar el guante y hacerles un lugar en la vida familiar. Los matrimonios experimentados y formados deben estar dispuestos a acompañar a otros en este descubrimiento, de manera que las crisis no los asusten ni los lleven a tomar decisiones apresuradas. Cada crisis esconde una buena noticia que hay que saber escuchar afinando el oído del corazón.

La reacción inmediata es resistirse ante el desafío de una crisis, ponerse a la defensiva por sentir que escapa al propio control, porque muestra la insuficiencia de la propia manera de vivir, y eso incomoda. Entonces se usa el recurso de negar los problemas, esconderlos, relativizar su importancia, apostar sólo al paso del tiempo. Pero eso retarda la solución y lleva a consumir mucha energía en un ocultamiento inútil que complicará todavía más las cosas. Los vínculos se van deteriorando y se va consolidando un aislamiento que daña la intimidad. En una crisis no asumida, lo que más se perjudica es la comunicación. De ese modo, poco a poco, alguien que era «la persona que amo» pasa a ser «quien me acompaña siempre en la vida», luego sólo «el padre o la madre de mis hijos», y, al final, «un extraño».

Para enfrentar una crisis se necesita estar presentes. Es difícil, porque a veces las personas se aíslan para no manifestar lo que sienten, se arrinconan en el silencio mezquino y tramposo. En estos momentos es necesario crear espacios para comunicarse de corazón a corazón. El problema es que se vuelve más difícil comunicarse así en un momento de crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que se aprende en tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos duros. Hay que ayudar a descubrir las causas más ocultas en los corazones de los cónyuges, y a enfrentarlas como un parto que pasará y dejará un nuevo tesoro. Pero las respuestas a las consultas realizadas remarcan que en situaciones difíciles o críticas la mayoría no acude al acompañamiento pastoral, ya que no lo siente comprensivo, cercano, realista, encarnado. Por eso, tratemos ahora de acercarnos a las crisis matrimoniales con una mirada que no ignore su carga de dolor y de angustia.

Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios, como la crisis de los comienzos, cuando hay que aprender a compatibilizar las diferencias y desprenderse de los padres; o la crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales; la crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio; la crisis de la adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a los padres y a veces los enfrenta entre sí; la crisis del «nido vacío», que obliga a la pareja a mirarse nuevamente a sí misma; la crisis que se origina en la vejez de los padres de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones difíciles. Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la unión.

A estas se suman las crisis personales que inciden en la pareja, relacionadas con dificultades económicas, laborales, afectivas, sociales, espirituales. Y se agregan circunstancias inesperadas que pueden alterar la vida familiar, y que exigen un camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores. Algunas familias sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente, pero «la experiencia muestra que, con una ayuda adecuada y con la acción de reconciliación de la gracia, un gran porcentaje de crisis matrimoniales se superan de manera satisfactoria. Saber perdonar y sentirse perdonados es una experiencia fundamental en la vida familiar». «El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de la gracia, necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a veces incluso de ayuda externa y profesional».

 Se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure. A veces, para decidir que todo acabó basta una insatisfacción, una ausencia en un momento en que se necesitaba al otro, un orgullo herido o un temor difuso. Hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más.

En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación, y aceptan con realismo que no pueda satisfacer todos los sueños acariciados. Evitan considerarse los únicos mártires, valoran las pequeñas o limitadas posibilidades que les da la vida en familia y apuestan por fortalecer el vínculo en una construcción que llevará tiempo y esfuerzo. Porque en el fondo reconocen que cada crisis es como un nuevo «sí» que hace posible que el amor renazca fortalecido, transfigurado, madurado, iluminado. A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles. De todos modos, reconociendo que la reconciliación es posible, hoy descubrimos que «un ministerio dedicado a aquellos cuya relación matrimonial se ha roto parece particularmente urgente».

LA FE EN LA FAMILIA

La familia es verdaderamente el lugar adecuado para que los hijos reciban, desarrollen, y muchas veces recuperen la fe. 

<< ¡Qué grato es al Señor ver que la familia cristiana es verdaderamente una Iglesia doméstica, un lugar de oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo de los mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservan a lo largo de toda la vida como el más sagrado legado!

Se dijo de Santa Mónica que había sido dos veces madre de Agustín, porque no solo lo dio a luz, sino que lo rescato para la fe católica y la vida cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural, y en su vida en Cristo y espiritual>>. Y tendrán un doble premio del Señor y una doble alegría en el cielo.

Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es siempre eficaz, aunque a veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún tiempo en llegar los frutos.

Esta oración por la familia es gratísima al Señor, especialmente cuando va acompañada por una vida que procura ser ejemplar.

Busquemos hoy a Nuestra Señora meditando su fe grande, mayor que la de cualquier otra criatura. Antes de que el Ángel anunciara a la Virgen que había sido elegida para ser la Madre de Dios.

Ella meditaba la Sagrada Escritura y profundizaba en su conocimiento como nunca lo hizo otra inteligencia humana. Su entendimiento, que nunca había estado afectado por los daños del pecado, y además esclarecido por la fe y los dones del Espíritu Santo, meditaría con hondura las profecías referentes al Mesías.

Narra San Lucas que la Virgen se turbo al escuchar el mensaje del Ángel, y se puso a considerar que significaría tal salutación, (Lc 1.29).

Maestra de la Fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído! (Lc 1.45), así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla, (Lc1.39-46).

MADRE DE LA ESPERANZA

La Virgen es nuestra esperanza, pues nos alienta continuamente a seguir adelante, nos ayuda a superar los momentos de desaliento, nos saca adelante maternalmente en las circunstancias más difíciles. Siempre que acudimos a ella aunque sea con la brevedad de una jaculatoria, o con una mirada a una imagen suya salimos reconfortados.

<< Incluso sin que nos demos cuenta, como hiciera con los esposos de Caná de Galilea, interviene siempre con solicitud y delicadeza de Madre. Lo hizo de forma ejemplar en el misterio de la Visitación, subrayado con trazo litúrgico indeleble en Montserrat. Se explica por tanto continuaba Juan Pablo II, que resuene a diario en esta montaña el acento melodioso del saludo a la Señora, a la Reina, a la Madre, a la depositaria de la esperanza que alienta a los peregrinos:

Dios te salve, vida, dulzura y esperanza nuestra>>... Así podemos saludarla en muchas ocasiones.

Nuestra Señora fue motivo de alegría, de paz y de esperanza para todos, mientras estuvo presente aquí en la tierra.

El testimonio de María alienta nuestra esperanza: Jn 19.25; Jn 2. 1-5; Hch 1.14.

María sale al encuentro de los apóstoles, su fortaleza y ardor nos enseñan a confiar y tener más esperanza, a poner la mirada en el horizonte de eternidad hacia el cual se dirigen cada uno de nuestros pasos: Hch 1.14.

La esperanza nos lleva a actuar con confianza: 2 Cor 3.12.

Primer domingo de Adviento. El Papa: Espera atento y vigilante para recibir al Señor

La espera vigilante y atenta fue el tema de la reflexión del Papa Francisco en el Primer domingo de Adviento, en que iniciamos a preparamos para el nacimiento de Cristo.

Hoy comenzamos el camino de Adviento, que culminará en la Navidad. El Adviento es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el regreso de Cristo. Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando conmemoraremos su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y los muertos». Por eso debemos estar siempre prevenidos y esperar al Señor con la esperanza de encontrarlo. La liturgia de hoy nos introduce precisamente en el sugestivo tema de la vigilia y de la espera.

En el Evangelio (Mc 13,33-37) Jesús exhorta a estar atentos y a velar, para estar listos para recibirlo en el momento del regreso. Nos dice: «Mirad, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo». (vv. 33-36).

La persona que está atenta es la que, en el ruido del mundo, no se deja llevar por la distracción o la superficialidad, sino vive en modo pleno y consciente, con una preocupación dirigida en primer lugar a los demás. Con esta actitud somos conscientes de las lágrimas y las necesidades del prójimo, y podemos captar también las capacidades y cualidades humanas y espirituales. La persona atenta se dirige luego también al mundo, tratando de contrarrestar la indiferencia y la crueldad en él, y alegrándose de los tesoros de belleza que también existen y que deben ser custodiados. Se trata de tener una mirada de comprensión para reconocer tanto las miserias y las pobrezas de los individuos y de   la sociedad, como para reconocer la riqueza escondida en las pequeñas cosas de cada día, precisamente allí donde el Señor nos ha colocado.

La persona vigilante es aquella que acoge la invitación a velar, es decir, a no dejarse abrumar por el sueño del desánimo, la falta de esperanza, la decepción; y al mismo tiempo rechaza la solicitud de las tantas vanidades de las que desborda el mundo y detrás de las cuales, a veces, se sacrifican tiempo y serenidad personal y familiar. Es la experiencia dolorosa del pueblo de Israel, narrada por el profeta Isaías: Dios parecía haber dejado vagar su pueblo, lejos de sus caminos, pero esto era el resultado de la infidelidad del mismo pueblo. También nosotros nos encontramos a menudo en esta situación de infidelidad a la llamada del Señor: Él nos muestra el camino bueno, el camino de la fe, el camino del amor, pero nosotros buscamos la felicidad en otra parte.

Ser atentos y vigilantes son los presupuestos para no seguir "vagando alejados de los caminos del Señor", perdidos en nuestros pecados y nuestras infidelidades; estar atentos y ser vigilantes, son las condiciones para permitir a Dios irrumpir en nuestras vidas, para restituirle significado y valor con su presencia llena de bondad y de ternura. María Santísima, modelo de espera de Dios e ícono de vigilancia, nos guíe hacia su Hijo Jesús, reavivando nuestro amor por él.

AMOR QUE SE MANIFIESTA Y CRECE

 El amor de amistad unifica todos los aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a los miembros de la familia a seguir adelante en todas las etapas. Por eso, los gestos que expresan ese amor deben ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras generosas. En la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera repetirlo. Tres palabras: permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras clave!». «Cuando en una familia no se es entrometido y se pide "permiso", cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir "gracias", y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir "perdón", en esa familia hay paz y hay alegría». No seamos mezquinos en el uso de estas palabras, seamos generosos para repetirlas día a día, porque «algunos silencios pesan, a veces incluso en la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos». En cambio, las palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el amor día tras día.

San Pablo exhortaba con fuerza: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros» (1 Ts 3,12); y añade: «En cuanto al amor mutuo os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más» (1 Ts 4,9-10). Más y más. El amor matrimonial no se cuida ante todo hablando de la indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina, sino afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia. El amor que no crece comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres. El marido y la mujer «experimentando el sentido de su unidad y lográndola más plenamente cada día». El don del amor divino que se derrama en los esposos es al mismo tiempo un llamado a un constante desarrollo de ese regalo de la gracia.

HIJOS ADULTOS Y VIDA FAMILIAR

 El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (Mc 7, 10-12).

«El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosiego a su madre» (Si 3, 2-6).

«Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor. Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre» (Si 3, 12-13.16).

LA MUERTE DE UN SER QUERIDO


A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido. No podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos momentos. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para cualquier otra acción evangelizadora.

Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo (Jn 11,33.35). ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque «es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro. Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente -los comprendo- se enfada con Dios». «La viudez es una experiencia particularmente difícil. Algunos, cuando les toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus energías todavía con más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en esta experiencia de amor una nueva misión educativa. A quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse y de los cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe sostenerlos con particular atención y disponibilidad, sobre todo si se encuentran en condiciones de indigencia».

En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus etapas. Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente.

Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte «envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro». La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal manera que nuestra vida no termina con la muerte (Sb 3,2-3). San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con él, después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Co 2,9). El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa bellamente:«Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortali­dad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma». Porque «nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios».

Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es orar por ellos. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y piadoso» (2 M 12,44-45). Orar por ellos «puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor». El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la injusticia en la tierra (Ap. 6,9-11), solidarios con este mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo. Santo Domingo afirmaba que «sería más útil después de muerto. Más poderoso en obtener gracias». Son lazos de amor. Porque «la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales».

Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap. 21,4). De ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre (Lc 7,15), lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial.

LA ORACIÓN EN FAMILIA CON NIÑOS EN CASA, HACIÉNDOLO DIVERTIDO Y AMENO

Los niños muchas veces se aburren, haciendo oración con su familia en casa, porque puede ser una oración muy seria para ellos y entonces se aburren, una forma de hacerlo divertido y ameno es cantando alguna canción que los niños se sepan de la misa de niños o de catequesis de su parroquia.

Otra forma de hacer oración con los niños, es representando oraciones o enseñanzas de la biblia, puede ser muy ameno para ellos y también muy divertido para ellos; ya que los niños casi siempre les gusta estar jugando y pasárselo bien, estas dos formas de orar con los niños puede ser divertido para ellos.

El Cónyuge Controlador

Es muy difícil cuando en un matrimonio hay un cónyuge controlador.

El control habla de una personalidad egoísta que quiere hacer las cosas a su manera. Una actitud controladora exige demasiado de su cónyuge y eso conduce inevitablemente a un conflicto que puede dañar seriamente su relación. Dependiendo del temperamento de los cónyuges, el afectado por la actitud controladora puede reaccionar quejándose constantemente o puede reaccionar quedándose callado(a) y aceptando la situación, pero se va alejando emocionalmente y muy probablemente un día va a saltar ya cansado(a) de la situación.

Un cónyuge controlador siempre está "supervisando" todo lo que hace su esposo(a) y constantemente le critica su forma de hacer las cosas. Una personalidad controladora siempre hace sentir culpable al cónyuge. No importa si la situación es ocasionada por una persona externa, siempre acusa y cuestiona al cónyuge haciéndole sentir culpable y responsable de las consecuencias.

La actitud controladora tiende a discutir frecuentemente por cada cosa que no sale bien, haciéndole sentir a su cónyuge que no hace las cosas bien y culpándole por todo lo que salga mal. Hay casos de personas tan controladoras que prácticamente suprimen a su cónyuge que se siente como un cero a la izquierda.

La persona controladora también es manipuladora y deforma las cosas para tener siempre la razón. Es como el que no gana, empata, pero nunca pierde. Esta actitud lesiona seriamente las relaciones personales y más en el matrimonio, donde se supone que son una sola carne, un grupo para perfeccionar y apoyarse mutuamente. Un controlador(a), no se da la oportunidad de mejorar, porque se cree que siempre tiene la razón.

Esta actitud de control es frecuentemente heredada de alguno de los padres y se arraiga como parte de la personalidad del individuo.

Mediante un Director Espiritual o un cof (Centro de Orientación Familiar) apropiado, puede ayudar a renovar esa actitud de las personas controladoras.

Colosenses 3:12-15: Revestíos, pues, como elegidos de Dios, Santos y Amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros, y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdono, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor que es el broche de la perfección. Y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados, formando un solo cuerpo. Y sed agradecidos.

Si has tenido alguna actitud controladora en tu relación matrimonial, tienes que reconocerla y disponerte a cambiar. Si no la reconoces, no podrás hacer el proceso de cambio. Una vez que lo reconoces, necesitas hablar con tu cónyuge, pedirle perdón y reconciliarte con él o con ella.

EL MATRIMONIO Y LA PAREJA

En muchas regiones, gracias al diálogo ecuménico, las comunidades cristianas interesadas han podido llevar a cabo una pastoral común para los matrimonios mixtos. Su objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su situación particular a la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las tensiones entre las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común en la fe, y el respeto de lo que los separa.

Cristo es la fuente de esta gracia. "Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del Matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos" . Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (Ga 6,2), de estar "sometidos unos a otros en el temor de Cristo" (Ef. 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero:

«¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición, que los ángeles proclaman, y el Padre celestial ratifica?.¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu.

Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.

Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad.

El matrimonio constituye una "íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias". Esta comunidad "se establece con la alianza del matrimonio, es decir, con un consentimiento personal e irrevocable". Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro. Ya no son dos, ahora forman una sola carne. La alianza contraída libremente por los esposos les impone la obligación de mantenerla una e indisoluble. "Lo que Dios unió, no lo separe el hombre" (Mc 10, 9; Mt 19, 1-12; 1 Co 7, 10-11).

EL MATRIMONIO BAJO LA PEDAGOGIA DE LA LEY

En su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del pecado, "los dolores del parto" (Gen 3,16), el trabajo "con el sudor de tu frente" (Gen 3,19), constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.

La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es todavía criticada de una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre, aunque la Ley misma lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de "la dureza del corazón" de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (Mt 19,8; Dt 24,1).

Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel Os 1-3; Is 54.62; Jr. 2-3. 31; Ez 16,62; 23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (Ml 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que este es reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las grandes aguas no pueden anegar" (Ct. 8,6-7).

LA FAMILIA DE NAZARETH EJEMPLO DE AMOR AL PRÓJIMO

 La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana:

«Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros. Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable. Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del "hijo del Artesano": cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente. Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarle al gran modelo, al hermano divino (Pablo VI, Homilía en el templo de la Anunciación de la Virgen María en Nazaret (5 de enero de 1964).

 LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO EN EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

Las diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la esposa. En la epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu Santo como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (Ef. 5,32). El Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su fidelidad.

EL AMOR CONYUGAL COMO IMAGEN DEL AMOR DE DIOS

 "La íntima comunidad de vida y amor conyugal, está fundada por el Creador y provista de leyes propias. El mismo Dios es el autor del matrimonio". La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad, existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar"

Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,2), que es Amor (1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (Gn1, 31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. «Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla"» (Gen 1,28).

EL MATRIMONIO Y EL BIEN DE LOS CÓNYUGES

 La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales.

Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes.

Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.

Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad.

EL RESPETO A LA FAMILIA

Las relaciones en el seno de la familia entrañan una afinidad de sentimientos, afectos e intereses que provienen sobre todo del mutuo respeto de las personas. La familia es una comunidad privilegiada llamada a realizar un propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los padres en la educación de los hijos.

La paternidad divina es la fuente de la paternidad humana (Ef. 3, 14); es el fundamento del honor debido a los padres. El respeto de los hijos, menores o mayores de edad, hacia su padre y hacia su madre (Pr 1, 8; Tb 4, 3-4), se nutre del afecto natural nacido del vínculo que los une. Es exigido por el precepto divino (Ex 20, 12).

Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres. Deben prevenir sus deseos, solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones justificadas. La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es debido, el cual permanece para siempre. Este, en efecto, tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo.

El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar; atañe también a las relaciones entre hermanos y hermanas. El respeto a los padres irradia en todo el ambiente familiar. "Corona de los ancianos son los hijos de los hijos" (Pr 17, 6). "[Soportaos] unos a otros en la caridad, en toda humildad, dulzura y paciencia" (Ef. 4, 2).

Durante la infancia, el respeto y el afecto de los padres se traducen ante todo en el cuidado y la atención que consagran para educar a sus hijos, y para proveer a sus necesidades físicas y espirituales. En el transcurso del crecimiento, el mismo respeto y la misma dedicación llevan a los padres a enseñar a sus hijos a usar rectamente de su razón y de su libertad.

Los hijos deben a sus padres respeto, gratitud, justa obediencia y ayuda. El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar.

LA FIDELIDAD CONYUGAL

El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. "Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, así como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad". Puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial. Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble.El matrimonio constituye una "íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias". Esta comunidad "se establece con la alianza del matrimonio, es decir, con un consentimiento personal e irrevocable". Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro. Ya no son dos, ahora forman una sola carne. La alianza contraída libremente por los esposos les impone la obligación de mantenerla una e indisoluble. "Lo que Dios unió, no lo separe el hombre" (Mc 10, 9; Mt 19, 1-12; 1 Co 7, 10-11).

La Familia Como Comunidad De Fe 2017
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